viernes, 8 de mayo de 2020


La confirmación
Apagó la radio y percibió como una paz armónica colmaba la estancia. No era algo en concreto que hubiera escuchado esa mañana; era todo y nada, y ya había sucedido otros días, los más últimamente. No tenía nada contra la radio, al contrario, necesitaba del palabreó que surgía del interior del panal del transistor para activarse, del mismo modo que precisaba del café sólo, fuerte y sin azúcar, para iniciar el día. Aquella mañana las noticias evocaron tiempos ya vividos y, al igual que los corazones rotos se regodean en canciones tristes, acudió al pasado en busca del bienestar contradictorio que favorece la nostalgia.

Es condición de las cajas al quedar vacías perder el sentido. No sucede así con las cajas de hojalata; menos aún si contuvieron cacao del bueno, del que crea grumos al relacionarse con la leche. Las cajas de hoja de lata saben adaptarse al tiempo; no sólo a los tiempos que corren -que también-, sin al paso de las eras y las épocas. En el mismo instante en que la última cucharada dejaba diáfano el interior plateado de la caja de cacao, el recipiente de hoja de lata se transformaba en cofre del tesoro y acogía en secreto los recuerdos de toda una vida.

La actualidad de las noticias le trasladó al pasado. Necesita reafirmar lealtades. El viaje en el tiempo fue corto, sucede así cuando la memoria mantiene la forma física intacta. La caja descansaba sobre el último estante del armario ropero del dormitorio. Muchas noches contemplaba desde la cama, antes de dejarse vencer por el sueño, las figuras que decoraban los laterales de hoja de lata y que amenazaban con desvanecerse a otra dimensión. Es el paso del tiempo, pensaba, allí, donde sea, nos veremos todos. La caja llamaba su atención también por las mañanas, cuando despertaba minutos antes de que amaneciera, ya sin sueño. En ningún caso precisaba abrirla para recordar su contenido. Aquella mañana no reprimió el deseo de regresar al interior de la caja, aun a sabiendas de lo que suponía. No sería la primera vez que una acción intrascendente en apariencia ha modificado el eje de gravitación de la Tierra.

Alzó los brazos y la visión de las venas poderosas que surcaban sus manos fibrosas provocó que se detuviera a un centímetro de asir la caja. ¿No estaba todo allí? ¿No quedada todo lo vivido impregnado en la piel? ¿No podía leer cada día vivido en la orografía y en las curvas de nivel de sus manos? Ignoró las preguntas formuladas a sí misma. Era una actitud entrenada en el tiempo que habitualmente le concedía resultados satisfactorios.

El cierre a presión de la caja de hoja de lata cedió al tercer envite. Por un instante dudó si levantar la tapa, de igual manera que de pequeña titubeaba frente al televisor en blanco y negro cuando proyectaban aquellas películas de miedo que tanto le atraían y que sólo podía ver protegida tras uno de los gigantescos cojines del sofá. Los recuerdos que encerraba aquel pequeño cofre del tesoro no le provocaban temor, era más bien algo parecido a la tristeza o la nostalgia; o lo que fuera que le hacía emocionarse y derramar alguna que otra lágrima. ¡Que tonta! Ya le pasó hace años, cuando encerró en su interior un pasado documentado en fotografías, facturas, recibos, postales y servilletas tatuadas con enigmáticos mensajes que, pasado el tiempo, tan sólo ella era capaz de descifrar. Quizá las manos le temblaran, pero la cabeza mantenía la vivacidad de siempre para llegar sin flaquezas de un punto a otro de su historia. ¿Su historia? ¿Su vida era suficientemente interesante para referirse a ella como historia? ¿No lo era la de todo el mundo? Repiqueteó con los dedos de ambas manos sobre la cubierta. Se concedía unos falsos minutos de falsa incertidumbre sobre la decisión a tomar. Era consciente de que no hubiera bajado la caja del altillo sino estuviera determinada a abrirla. La cabeza tampoco le había fallado al recordar cómo era el recipiente, tanto cuando llegó a casa de sus padres con su cometido original como al transformarse en archivador de memorias. La caja había devenido en un amarillo apagado; amarillo pero ajado. Mantenía, en cambio, la alegría dicharachera de los monigotes dibujados en sus laterales.
Sabía lo que buscaba, aunque al adentrarse en aquel sinfín de remembranzas la aspiración con la que había acudido al cofre de hoja de lata se diluyó. No tenía prisa. Navegar entre recuerdos produce una vibración interior que juega entre la placidez y el borboteo de las pulsaciones en una constante aceleración del corazón. Entonces, entre las postales auto enviadas durante el viaje a París, surgió la conexión con la noticia que acababa de escuchar en la radio. Apuró con el dedo índice de la mano derecha la esquina que sobresalía de aquel papel casi traslúcido. Conforme ganaba aire más allá de las postales, cartas y fotografías, dejaba leer en letras impresas, en lo que pudo ser un rojo chillón, ‘La Continental’. Recordó la complicidad del momento. “Nunca estarás sola”, prometía el texto escrito a bolígrafo en diagonal sobre la servilleta. El horror se había desatado y en la radio hablaban con insistencia de la soledad. Necesitaba confirmar lo contrario antes de continuar con el día, con los días./Javier Muro