viernes, 11 de mayo de 2012

He conocido al hombre del mazo


He conocido al hombre del mazo. No es que sea un fuera de serie –mis tiempo dicen más bien lo contrario-, pero hasta la fecha en los maratones que había corrido siempre había terminado cansado, muy cansado, pero entero, sin dolores ni sensación de abatimiento. Supongo que también beneficiado por el respeto que me provoca el correr 42,195 kilómetros y los planteamientos más bien conservadores de las carreras.

El domingo pasado, en Vitoria, conocí a ese hombrecillo cuya única referencia eran las veces que lo citaba Perico Delgado durante la retransmisión de alguna prueba ciclista, al observar cómo algún corredor perdía contacto con los primeros, a lo largo de la ascensión a alguno de los colosos pirenaicos.

Ahora ya puedo decir que el hombre del mazo es un tipo sin piedad. Si fuera una peli del oeste sería el malo en ‘El bueno, el feo y el malo’; si fuera una de polis, sin duda ‘Harry el Sucio’. En el fondo es cómo uno de aquellos personajes de Clint Eastwood, que esperaba sentado, tranquilo, fumando un pitillo, con el sombrero calado hasta las cejas, con los brazos camuflados bajo el poncho, con la mirada aparentemente perdida, pero que en el momento en que la víctima estaba lo suficientemente cerca… ¡BUMM! ¡Mazazo!

El hombre del mazo tiene la peculiaridad de explicarte además porque ha decidido esperarte a la vuelta de cada curva. Lo hace con ironía. “¡Hola! Soy el hombre del mazo ¿Por qué has corrido a un ritmo más rápido del que puedes los primeros 25 kilómetros si sabes, porque lo sabes, que yo siempre estoy merodeando por los alrededores?”.

Miras a uno y otro lado, quieres constatar que los corredores que te rodean también han oído la amenaza velada. Nada, cada uno tiene su propia voz interior que le habla y con la trata de entenderse para llegar hasta la meta. 

Yo sé que el hombre del mazo lleva razón; que me he crecido –aún sabiendo que no debía hacerlo- en los primeros kilómetros, pero ¿Cómo te aguantas, cuando te encuentras bien, ante un inicio en ligera cuesta abajo? Error, error, error.

Trato de vencer la sensación de hundimiento. He llegado hasta el kilómetro treinta. El hombre del mazo continúa acompañándome. Lo veo apoyado en una señal de tráfico; sentado en el bordillo de un acera e incluso repartiendo agua en uno de los habituallamientos ¿se puede ser más hipócrita? Engullo los geles, como trocitos de plátano y naranja y bebo agua y bebida isotónica. El hombre del mazo se ríe: “Eso lo haces siempre cuando corres un maratón, Tu problema ha sido querer ir más deprisa de lo que puedes y lo sabes”. No me va a dejar en paz.

El hombre del mazo dice que me va a presentar a dos amigos suyos. Mientras sigo corriendo –he bajado el ritmo, con respecto a los primeros 25 kilomentros, en más de un minuto por km- junto a mi aparecen los típicos ángel y demonio. El Ángel me anima a que siga sufriendo. Me dice que ya queda menos y que apriete los dientes. El demonio me sugiere que me retire, que lo deje. “A dónde vas con la cara desencajada y con dolores desde los dedos a la cadera”, me dice. Pienso que no está bien que debería ser al revés, que tienen los papeles cambiados.

También me acuerdo de la frase de Murakami. “Cuando corres un maratón el dolor es inevitable; el sufrimiento lo eliges tu”. El caso es que entre mazazos, frases lapidarias, angelitos y demonios me he plantado en el kilómetro 35. Se que aún me quedan cinco de subida, pero que los dos últimos son llanos. Calculo que me resta más o menos la distancia que separa mi casa de las pasarelas de madera del parque del Iregua y eso lo he recorrido mil veces. Eso me anima.

El hombre del mazo lleva un rato sin atosigarme. He recuperado algo de energía; seguro que ha encontrado alguna otra víctima a la que torturar por el recorrido.

Al entrar en la zona vallada del último kilómetro siento que una desconocida reserva de energía me permite recorrer los últimos metros con cierto orgullo y elegancia, sin arrastrarme. 

Objetivo conseguido. Otra ciudad conquistada. Aunque ahora ya sé que hay un tipo sin piedad merodeando. Incluso siento que me observa escondido desde algún lugar próximo a la meta: "¿Has aprendido la lección?". El dolor y el cansancio se transforman en euforia.

Cuando Perico vuelva a mencionarlo -al hombre del mazo-, ya no me hará tanta gracia.

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